domingo, 8 de marzo de 2015

El marino que perdió la gracia del mar

        Escrito en 1963, “El marino que perdió la gracia del mar” nos introduce en el turbulento universo de Yukio Mishima, con la búsqueda existencial y el conflicto generacional como temas principales de la obra aunque, particularmente, creo que es la visión del Japón de la postguerra (y de su futuro) lo que domina el pensamiento del autor. Con una prosa delicada, sutil y hermosísima, Mishima nos cuenta la aparición de Ryuji, un marino cansado de sus viajes, en la acomodada vida de la viuda Fusako y de Noburu, su hijo adolescente, y cómo la progresiva relación amorosa entre los dos primeros llevará a éste a tomar una terrible resolución.

          Con ese planteamiento, podríamos pensar que esta interesantísima novela habría de girar en torno a ese particular triángulo en el que los celos, la paternidad imposible, la más nihilista orfandad o la búsqueda de una nueva vida se erigirían en los pilares esenciales de la obra. Sin embargo, también creo que “El marino que perdió la gracia del mar” pudiera leerse como una alegoría del Japón de Mishima: del Japón que existió cuando el autor era adolescente y desapareció tras la guerra (representado por el marino desencantado de sus innumerables travesías, quizá trasunto del soldado harto de la destrucción, de la muerte y de la derrota), del Japón acomodado a las nuevas circunstancias de la posguerra y adaptable a cuantas soluciones favorables puedan presentarse en un presente incierto (encarnado en la viuda Fusako), y del Japón más intransigente y nihilista, más disconforme con la realidad de la época, nostálgico de un pasado heroico, a la vez que remoto pese al escaso tiempo transcurrido (Noburu y el grupo de chicos bajo el liderazgo del Jefe). Y este último, entiendo, es el Japón que Mishima abraza en sus creencias e ideales, el Japón nihilista y revanchista con quienes traicionaron su glorioso pasado y sus milenarias tradiciones al no tratar de recuperarlas (el marino/soldado), el Japón al que el autor no sólo dará su apoyo intelectual y moral, sino que también evocará con su posterior suicidio ocurrido pocos años más tarde, en 1970. El pasado es irrevocable y ni el más desesperado nihilismo puede recuperarlo, así que cabe interpretar ese suicidio del autor como la solución más lógica a su frustración: la de un hombre amargado por la derrota de su país, por la transfiguración completa de éste en algo totalmente distinto a lo conocido, o quizá por su homosexualidad no asumida y por su fracaso al intentar formar parte del ejército en su juventud.

             Pero Mishima no sólo fue consecuente en su literatura: en el trance de su muerte, poco después de la tragicomedia organizada en el cuartel de las fuerzas armadas niponas, el ejecutor designado para el seppoku no acertó con la decapitación del escritor y aquél hubo de ser sustituido por otro. La frustración, otra vez y en su última hora, volvió a hacerse patente



              Carlos, 8 de Marzo de 2015.

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