Escrito en 1963, “El marino que perdió la gracia del mar” nos introduce en el
turbulento universo de Yukio Mishima, con la búsqueda existencial y el
conflicto generacional como temas principales de la obra aunque,
particularmente, creo que es la visión del Japón de la postguerra (y de su
futuro) lo que domina el pensamiento del autor. Con una prosa delicada, sutil y
hermosísima, Mishima nos cuenta la aparición de Ryuji, un marino cansado de sus
viajes, en la acomodada vida de la viuda Fusako y de Noburu, su hijo
adolescente, y cómo la progresiva relación amorosa entre los dos primeros
llevará a éste a tomar una terrible resolución.
Con ese planteamiento, podríamos
pensar que esta interesantísima novela habría de girar en torno a ese
particular triángulo en el que los celos, la paternidad imposible, la más
nihilista orfandad o la búsqueda de una nueva vida se erigirían en los pilares
esenciales de la obra. Sin embargo, también creo que “El marino que perdió la gracia del mar” pudiera leerse como una
alegoría del Japón de Mishima: del Japón que existió cuando el autor era
adolescente y desapareció tras la guerra (representado por el marino
desencantado de sus innumerables travesías, quizá trasunto del soldado harto de
la destrucción, de la muerte y de la derrota), del Japón acomodado a las nuevas
circunstancias de la posguerra y adaptable a cuantas soluciones favorables
puedan presentarse en un presente incierto (encarnado en la viuda Fusako), y
del Japón más intransigente y nihilista, más disconforme con la realidad de la
época, nostálgico de un pasado heroico, a la vez que remoto pese al escaso
tiempo transcurrido (Noburu y el grupo de chicos bajo el liderazgo del Jefe). Y
este último, entiendo, es el Japón que Mishima abraza en sus creencias e
ideales, el Japón nihilista y revanchista con quienes traicionaron su glorioso
pasado y sus milenarias tradiciones al no tratar de recuperarlas (el
marino/soldado), el Japón al que el autor no sólo dará su apoyo intelectual y
moral, sino que también evocará con su posterior suicidio ocurrido pocos años
más tarde, en 1970. El pasado es irrevocable y ni el más desesperado nihilismo
puede recuperarlo, así que cabe interpretar ese suicidio del autor como la
solución más lógica a su frustración: la de un hombre amargado por la derrota
de su país, por la transfiguración completa de éste en algo totalmente distinto
a lo conocido, o quizá por su homosexualidad no asumida y por su fracaso al
intentar formar parte del ejército en su juventud.
Pero Mishima no sólo fue
consecuente en su literatura: en el trance de su muerte, poco después de la
tragicomedia organizada en el cuartel de las fuerzas armadas niponas, el
ejecutor designado para el seppoku no acertó con la decapitación del escritor y
aquél hubo de ser sustituido por otro. La frustración, otra vez y en su última
hora, volvió a hacerse patente
Carlos, 8 de Marzo de 2015.
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